Para descagar en pdf click aquí: Kafka y los niños desamparados
Las historias de Franz Kafka se sitúan siempre en el límite de lo que podríamos llamar posible, donde lo cotidiano y lo absurdo se entremezclan en una atmósfera angustiante. Miles de familias en España llegan a sentirse protagonistas de uno de sus relatos a causa de un sistema de protección de menores con más sombras que luces.
Por Inés Álvarez y Laura Tapia
“El día doce de marzo de 2009 el problema más grande para mi hija de tres años era decidir si el fin de semana lanzaríamos a los patos del estanque trozos de galleta o migas de pan. De ninguna forma podía saber el lío de adultos que se había formado a su alrededor, ni que nunca volvería a ver a sus padres. Y nosotros tampoco. Nadie nos había dicho que seríamos separados de un zarpazo administrativo. Nadie nos preparó siquiera para acostumbrarnos a una dolorosa ausencia forzada. A ella ni le dieron la oportunidad de llevarse sus juguetes preferidos. A nosotros ni la opción del mínimo gesto, la caricia, el beso, la mirada propias de una despedida. Las injusticias más graves ocurren, precisamente, cuando todos creen que están actuando de forma correcta”.
Así recuerda Francisco Cárdenas, presidente de la Asociación para la Defensa del Menor (Aprodeme), el día de pesadilla en que la Administración extendió sus indómitos tentáculos para llevarse a su hija. Sin avisar. Sin explicar. Sin investigar. Le habían citado, como tantas otras veces, en el Instituto Catalán de Acogimiento y Adopción (ICAA), para una reunión rutinaria de seguimiento con la niña, que llevaba tres años sumida en el stand by del proceso de adopción. Pese a que todos los informes, tanto de los técnicos de la Administración como de los profesionales del entorno de la niña, habían arrojado resultados excelentes, la parsimonia de los funcionarios alargaba su inscripción en el Registro como hija de Francisco y su pareja hasta el desaliento. Pero aquél día no hubo entrevistas ni pruebas: cruzó una puerta, se llevaron a su hija de la mano y le extendieron un papel – “que leí como un perfecto manual kafkiano” – que decía que el proceso no podía continuar porque la familia presentaba “indicadores de riesgo”, y que no la volverían a ver. Han pasado cinco años.
Aquella mañana Francisco Cárdenas no sólo conoció el dolor titánico de la pérdida de un hijo. No sólo vivió en sus carnes la más punzante de las injusticias. Además, tuvo que aprender a marchas forzadas que el suyo no era, ni mucho menos, un caso extraordinario.
Mientras la opinión pública se conmueve con los casos de bebés robados del pasado siglo, en España hay un problema subrepticio, basado en una injusta legalidad y acallado por juicios poco comprensivos, hostiles y crueles con las familias. Se trata del maltrato institucional que genera la Administración en la asunción de la tutela de los menores en desamparo. “Cuando muchas personas tratan de ocultar una información es un indicio de que se trata de un tema relevante para la sociedad. Lo han intentado funcionarios, políticos y hasta responsables de algunos medios de comunicación. España todavía sufre de resaca autoritaria”, condena Gustavo Franco, periodista social volcado en la defensa de los menores.
Las oquedades del sistema. Según Pilar Benavente, profesora titular de Derecho Civil en la UAM, uno de los principales problemas radica en la indeterminación del concepto jurídico de desamparo, y en su confusión con las situaciones de riesgo. “Podría resultarnos indiferente la distinción si no fuera porque las consecuencias de una y otra situación son radicalmente diferentes, parten de presupuestos y circunstancias diversas y tratan de dar respuesta a problemáticas distintas”. Según la Ley Orgánica de Protección del Menor de 1996, las situaciones de riesgo son aquellas que, aunque perjudican el desarrollo personal o social del niño, no requieren la suspensión de la patria potestad, pero sí un seguimiento. En cambio, el desamparo aparece cuando existe un incumplimiento o un imposible ejercicio de los deberes de protección por parte de los progenitores, y lleva consigo la automática asunción de la tutela del menor por parte de la Administración.
Desde la detección del supuesto riesgo hasta la resolución de desamparo y la retirada del menor se desencadena un verdadero efecto dominó entre los profesionales de la entidad administrativa competente en cada Comunidad Autónoma que, tras una retahíla de informes, decide si el niño podrá permanecer en el núcleo familiar o pasará a engrosar la lista de los hijos desamparados del Estado desde un centro de menores o en una familia de acogida. Según datos del Defensor del Pueblo, nuestra fecunda Administración es madre de unos 35.000 niños en total: 8.000 sólo en Cataluña y más de 4.000 en la Comunidad de Madrid.
Sin embargo, en casos como el de Francisco, el organismo público tiene legitimidad para sobrevolar todos los eslabones de la cadena y aplicar de manera directa el desamparo, asumiendo sin más dilación la tutela del menor. Ni siquiera es necesario poner a la familia sobre aviso. Ni tener pruebas. Basta con un mero “indicador de riesgo” que, según la Jefa de Área de Acogimiento y Adopción de la Consejería de Familia y Asuntos Sociales de la Comunidad de Madrid, “suele ser alertado por una persona cercana al menor, sobre todo colegios e institutos”. No hace falta iniciar una investigación, examinar a los progenitores o preguntar al niño: los padres son culpables hasta que se demuestre lo contrario.
Esto es consecuencia de la creciente desjudicialización del sistema, pese a los intentos correctores de las distintas reformas operadas en la materia, y la atribución de la competencia al Estado para la declaración del desamparo. El hecho de que sea la Administración quien decida, unido a la necesaria inmediatez en la actuación, lógica por razones obvias de urgencia y la delicadeza de los casos, hace que se incurra demasiado a menudo en errores imperdonables cuyo desenlace suele perpetuarse ante los tribunales; los mismos tribunales que fueron privados de la competencia para decidir sobre el futuro de miles de familias por su “lentitud”. “La Administración actual es heredera de prácticas anteriores a la Constitución”, denuncia Cárdenas.
Y es que no hace falta un juez para arrebatar un hijo a sus padres. Pero sí para recuperarlo. “En la práctica, profesionales ajenos al ámbito jurídico asumen tareas judiciales, lo que supone la rebaja o desaparición de las garantías jurídicas: presunción de inocencia, derecho a la defensa o contraste de pruebas”, denuncia Javier Martín, psicólogo y técnico de menores en Galicia. La consecuencia es una especie de Derecho de segunda clase. Para Juan José Márquez, Fiscal decano de menores, la solución pasa por crear Juzgados especializados para este tipo de actuaciones, con capacidad para actuar con la celeridad que su naturaleza requiere, “al igual que sucede con los Juzgados de Violencia de Género”.
La realidad es que cada vez más jueces fallan en sus sentencias a favor de las familias, calificando de “desproporcionadas” las medidas tomadas por la Administración. Desde la Consejería no facilitan cifras exactas, y se limitan a afirmar escuetamente que “el porcentaje anual de medidas de desamparo revocadas por imperativo judicial es muy pequeño”. Por su parte, Mercè Sanmarti, directora de la DGAIA, organismo público competente en Cataluña para este tipo de resoluciones, justifica este excesivo celo de la Administración y asume los errores como “un riesgo” que están “dispuestos a correr” para garantizar la efectiva protección de la parte más vulnerable: el menor.
Lo cierto es que la frontera entre el riesgo y el desamparo es cada vez más difusa. Resulta llamativo que auténticas situaciones de riesgo, derivadas de la marginalidad de la familia biológica, carencias culturales de los padres, dificultades de socialización o pobreza extrema han ido ganando terreno a los supuestos que, inicialmente, podían determinar la adopción de la tutela por la Administración (malos tratos, desestructuración familiar, desnutrición, prostitución…). Cada vez más familias que atraviesan dificultades económicas rehúsan acudir a los Servicios Sociales para solicitar ayudas: tienen miedo de que les quiten a sus hijos. Pero, ¿implica la pobreza, por sí misma, desamparo y desprotección? Según un representante del Instituto Madrileño de la Familia y el Menor (IMFM), no. “Muchas familias pobres atienden y cuidan a sus hijos. Y, sobre todo, les quieren. Pero la pobreza es un grave factor de riesgo”. Otras situaciones que pueden constituir factores de riesgo son el absentismo escolar, síntomas físicos o emocionales de abandono, negligencia en el cuidado de los hijos e incluso un conflicto crónico entre los progenitores.
Cicatrices psicológicas. Mientras funcionarios, psicólogos, abogados, jueces y padres libran auténticos pugilatos legales en las oficinas, juzgados y despachos del mundo de los adultos, el niño se encuentra solo y arrinconado. El “interés superior del menor” se toma como patente de corso para la actuación de los mayores, pero nadie se molesta en acercarse al universo de dudas, miedos e inseguridades del niño. El pequeño se convierte en inesperado espectador del derrumbe súbito de su entorno vital tal y como lo conoce y de la pérdida de sus seres queridos. Sin nada que pueda hacer, lleno de preguntas y de angustia. “Los niños sufren con la retirada y normalmente caen en una depresión. Lo peor de todo es que muchas veces no se les dice nada y directamente se los llevan a otra casa. Se sienten abandonados por sus padres. También se los pueden llevar del colegio. No es posible que se despidan de sus padres ni que cojan sus cosas. Las edades más vulnerables son a partir de los 3 años porque los vínculos afectivos ya están creados”, afirma Ramoneda, psicoterapeuta y psicóloga perito forense especialista en el ámbito familiar, de acuerdo a la teoría de Bowlby. “Las consecuencias a corto plazo son depresión, sentimiento de abandono, ansiedad de separación, pesadillas o poco apetito y a largo plazo pueden dudar de las relaciones de apego que establezcan en el futuro con una pareja, y sufrir inseguridad”. En numerosas ocasiones se han tomado estas consecuencias inmediatas para justificar a posteriori la decisión administrativa, arguyendo que el niño presenta anomalías psicológicas.
En este sistema perverso existe una doble pugna, primero de familias contra instituciones, donde son las segundas las que generalmente cuentan con la presunción de veracidad; y la de las familias de acogida versus los centros de acogida, ya que por cada euro destinado a ayudar a familias de acogida, se dedican quince a hogares de acogida, según Gustavo Franco.
Según el IMFM, de los 4000 hijos tutelados por la Comunidad de Madrid el 40% vive en centros de menores, mientras que el 60% lo hace en familias de acogida. “Llama la atención que en una sociedad tan solidaria como la nuestra no haya excedente de familias acogedoras”, critican desde Aprodeme. Los hogares de acogida de la gran Madre guardan a los menores en condiciones lamentables, donde apenas pueden ver a sus familiares, y las llamadas telefónicas tienen que realizarse con altavoz. Es la política del no visitas, no llamadas, no escolarización. Así, en los centros de acogida, los regímenes de visitas son muy estrictos y no se amoldan a los horarios de trabajo de las familias, muchas de las cuales no pueden permitirse el absentismo laboral. Se produce, pues, un desgarro sentimental en ambas partes, una total perversión que afecta al niño rompiendo sus esquemas vitales y una “vulneración absoluta de los derechos de los niños”. No obstante, todo esto está, como es lógico, diseñado para la protección del menor ante situaciones terribles de indefensión en las que los progenitores los maltraten y/o persigan. Pero en muchas otras ocasiones, la madre Administración actúa de forma sobreprotectora, con demasiado celo: “Los centros con frecuencia se convierten en instancias represoras. No siempre incluyen una perspectiva terapéutica”, explica Juan Luis Linares, titular de Psiquiatría de la UAB que atiende a familias derivadas por la DGAIA. Desde el informe de propuestas de Aprodeme se opta por un sistema de Adopción Abierta en el que se mantenga el contacto de los niños con la familia “para que no queden lagunas en su mente ni penas en su corazón”. Ramoneda esclarece que “lo ideal sería que el niño pudiese ver a sus padres o a sus antiguos acogedores, pero eso requiere mucha madurez de forma tripartita -las dos familias y la Administración -. Arrancar de golpe es lo que hace daño”.
Amnesia obligatoria. Ha ocurrido en repetidas ocasiones que los niños pequeños apartados de sus familias biológicas o trasladados de una familia de acogida a otra no son conscientes de esa parte de su vida. El niño acaba viviendo, como decía Eduardo Galeano sobre las Madres de Plaza de Mayo, una suerte de amnesia obligatoria que, desde el punto de vista psicológico, no le beneficia: “Es conveniente contarle su pasado al niño porque es parte de su historia, y hay que hacerlo desde el inicio, de forma progresiva, aprovechando sus preguntas, informándole de que se le quiere y de que no se le abandonará. Existe un derecho de las personas a saber”, explica Ramoneda. Así lo reivindica Cárdenas en el libro que narra su lucha, Es mi hija (ediciones Carena): “Mi hija nació el 8 de diciembre de 2005, no el 12 de marzo de 2009, como pretende la Administración, cuando la obligaron a rehacer su vida en otra familia. Ella tiene un pasado conmigo y con las personas que la amaron, y aunque nadie se lo diga llegará el día en que ella querrá saber”.
La suya no es, por el momento, una historia con final feliz. Francisco Cárdenas sigue levantándose cada mañana dispuesto a convencer al mundo de que su hija no nació con tres años y medio. Que tiene un pasado que le pertenece y que ha de conocer. Su caso ha sido admitido en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo, el mismo que, hace apenas un año, condenó a España por separar a una hija de su madre achacando únicamente su falta de recursos. Alguien pensó que treinta mil euros de indemnización sería suficiente para compensar los ocho años en que no se le permitió siquiera ver a su niña, que, por estar ya plenamente integrada en su nueva familia, no volverá con ella.
Francisco está preparado para lo que venga y asume con serenidad que, aunque en Estrasburgo se resuelva finalmente a su favor, probablemente no volverá a estrechar a su hija, el centro de su reclamo. “Jamás le haría daño. Aunque pudiera, no incurriría en las mismas crueldades que la Administración”. A cambio, ha sabido reciclar toda su rabia e impotencia para transformarlas en una suerte de amor globalizador, asesorando a familias en su misma situación pero que no cuentan con sus recursos, ni económicos ni intelectuales, para luchar contra ese Polifemo de ojo que todo lo ve y que todo lo quiere controlar. Aprodeme recibe cada día cinco nuevos testimonios en su página web, y una media de setenta llamadas al mes. “No estoy solo”.